Cuando pensamos en Navidad, comúnmente nos imaginamos compartiendo momentos especiales con seres queridos, regalos envueltos en papel brillante bajo el árbol y una sensación total de amor y felicidad; toda una escena digna de película de Hallmark. Luego nos llega el recuerdo de un pariente incómodo que rompió la paz con un comentario desatinado, o caes en la cuenta de que otra vez toca cenar platillos que no te gustan en lo absoluto. Y ni qué decir del intercambio, en el que nunca sabes si tendrás suerte o recibirás ese suéter que no usarás nunca, o la blusa que tanto querías, pero en la talla incorrecta.
En mi familia, estas situaciones, tanto las agradables como las que no lo son tanto, son las habituales. Hace poco me di cuenta de que ha habido solo dos excepciones en las que hemos hecho algo distinto: en una de ellas fuimos a Cancún para huir un poco del frío; la otra fue un viaje a Charlottesville para visitar familiares que teníamos años sin ver. Me sorprendió notar que tengo presente cada detalle de ese viaje.
Recuerdo que llegamos por la tarde, y recorrimos las carreteras de Virginia bajo uno de los muchos hermosos atardeceres y paisajes boscosos que nos ofreció nuestro viaje. Era la primera vez que iba a un lugar con temperaturas bajo cero, y mi mamá nos insistía todo el tiempo en usar ropa térmica, lo que se convirtió en un chiste local que hasta la fecha nos hace reír.
Conocimos la Universidad de Virginia, fuimos a una villa navideña decorada como las típicas películas americanas ¡o más! Aprovechamos la cercanía con Washington para ir a conocer lugares icónicos como el Capitolio y la Casa Blanca, visitamos el Museo Smithsoniano, el Lincoln Memorial, y un nuevo chiste surgió en torno al Monumento a Washington.
Sin duda, puedo decir que ha sido una de las Navidades más memorables de mi vida; fue como un regalo permanente. Y es que al final, lo material pierde su magia con el tiempo. Esa prenda que tanto querías queda olvidada en el armario, y los gadgets de moda pronto son reemplazados por uno más nuevo.
Entonces, ¿por qué no regalar un viaje esta Navidad? Un viaje es una inversión en enseñanzas que enriquecen y conexiones humanas que transforman, en momentos que no se irán con el tiempo.